Poesía es liberación, redención. El sahumerio desnuda los componentes del alma; un sahumerio juega, errabundo, a desdibujar los límites de quien lo posee. Desdibuja en la medida que crea los trazos que llevan al ser.
El sahumerio lírico juega con su humareda a limpiar el hollín que corroe los pulmones de la city, plagados de señales, no de símbolos.
El poeta reconoce los símbolos de su entorno a medida que se queman y el sahumerio redentor le guía hacia el sursimbolismo.
Mariposas clandestinas revolotean la floración
que tu piel de luna ha obsequiado al cosmonauta
cuando los ladridos del último can
se alejan por entre las olas tenebrosas,
ocultas en el golfo encantado de la omnisciencia,
brontosauro en erguimiento inoportuno.
El animal embiste, zarpa,
mascullando maldiciones
que no son más que la propia desgracia
depredándose.
Sálvate solo
no podrás resucitarme
hoy he dado mi perdón a un ladrón malagradecido
que habitaba mi misma cruz
desconocido.
No hay una desviación
no hay un amparo
de tiempo congelado
en el cuarto de atrás
Una hora después…
Desde esta altura estoy indefenso
tan alto como tus pies me pisan
tan bajo como tu mirada me toque
Estoy
trabajando por la generosidad del codicioso
y recibo de segunda mano su bonanza
cada noche duermo con la muerte
enrollando el ovillo que me devuelve el sueño
y los pasos cada mañana
la muerte, tejiendo una capa de tierra
para acurrucarme en su cerrojo
tengo en la cabeza una anciana
que pide unas monedas
y mi pensamiento llooooooooooooraaa
porque no tieeeeeeeneeeee
ideas efectivas
sólo por efectuar.
Ellas se divierten así todos los días, se alzan cuando despunta el alba y comienzan la búsqueda del alimento. Aunque, en realidad, Margarita no sabe muy bien qué es lo que ellas hacen exactamente cuando alguna bate sus diminutas alas sobre las blancas mejillas; no sabe, pero imagina. Imagina que se la comen pausadamente, que la lamen con su trompa, que le quitan los ácaros o, más bien, se dedican a bajarla de sus nubes nocturnas hacia la realidad del día. Pero lo que está más que claro es que, luego de chuparle los poros y despertarla, comienzan su rutina de juegos aéreos en que, moviéndose de un lado a otro con líneas rectas, describen figurillas como escribiendo palabras para nadie.
Pero, como quien escribe, aunque escriba sólo para sí es inevitablemente leído por el papel, ellas son leídas por el aire; y el aire, con el movimiento, se mueve, y también se lleva lo que han escrito en ella y así, el aire y otra mosca leerán lo que ésta escribió para nadie. Sin embargo, esto no es todo, pues, así como la mosca puede leer en el aire con sus innumerables ojos las danzas de otra mosca distante, también, puede olfatear en el aire los olores con su trompa.
Hasta que, repentinamente, y atraída por la danza, otra mosca viene a volar (o escribir) junto a ésta. Al principio parecen cortejarse y vuelan juntas, siempre a una distancia prudente, escribiendo una e imitando la otra como poniendo a prueba la compatibilidad de la eventual pareja. Pero, ante la primera aproximación inoportuna del pretendiente, ante el impulso equivocado, la mosca de Margarita embiste furiosa y el compañero se convierte en invasor, indeseado.
Y así como baten sus alas, se baten a duelo a un metro y medio sobre el suelo. Se empujan, se golpean, se interrumpen el vuelo como rayando la escritura del otro, repetidas veces. Dos poetas en el aire rayándose mutuamente los versos, garabateando el poema del otro hasta caer, muerto de envidia, por el precipicio de la lucha hacia el suelo de la derrota. Alicaído por el rechazo, echa vuelo por el balcón.
Y Margarita no se cansa de ver a su mosca predilecta, sentirla cuando baja nuevamente a posarse sobre su rostro, otra vez a lamerla como se lame al más exquisito alimento, a sacarla del sopor en que descansa. Inmóvil su cuerpo hace varias jornadas, sin que nadie excepto las moscas la interrumpan en el sepulcro de sus sábanas.
A zarpazos me lleva hacia la puerta,
nada más cruzar
y al entrar me desnuda
para darme placer.
Lo recibo.
El placer que me da con sus lacerantes manos surcando el pecho y los besos
es sólo suyo.
Me siembra de escupos los surcos,
fecunda su lengua en mis llagas y gime,
sombríos suspiros retumban el nicho en que me humilla;
me arroja su odio humoroso, increpando irrepetibles bramidos y cae.
Con ambas manos como un nido
coge la planta de mis pies en flor y los besa
con el filo sus dientes hasta la sangre
—hasta los pies fue mi sangre un río una vez—dijo
Sube un peldaño en mi pecho a contemplarse victoriosa en el cadáver del dolor,
y liberando en denso aliento los torniquetes de su gravedad,
levitó.
Suspensa
a centímetros de mí,
encumbrándose entre la solidez del techo
se fue alejando hasta caer, lejos
de la habitación de su cuerpo,
sobre mí.
Bajando la escalera que da hacia los adoquines intransitados, dando cada paso como sobre una espuma, se le apareció la figura de su sombra, que le hacía una reverencia y lo llamó. Eutimio se levantó hacia él y se abalanzó en un abrazo erógeno sobre la aparición de su sombra. Observaba extasiado la gracia de su cabellera y la figura de su nariz que se dibujaba en el suelo al intentar mirarse de perfil. Se revolcaba jovial al distinguir sus ojos en los deslizamientos que su sombra realizaba en cada uno de sus movimientos. ¡El baile perfecto!, gritaba mientras Vicente intentaba insertar en el corcho de la primera botella un tornillo que traía para estos casos. Sólo estuve observando los cortejos, absorto, hasta que la invitación de Eutimio a la orgía con su sombra desató la envidia y su más violenta reacción en Vicente que, viendo cómo sus esfuerzos por consumar sus pretensiones con el brebaje eran aún más infructuosas que la realización de las alucinaciones del “Timi” con su amante sombra que nunca cedía a los goces de su galán. Se lanzó con el tornillo en la mano sobre la cabeza del victorioso enamorado, lo agarró del cuello con el brazo derecho mientras empujaba y giraba el tornillo contra su parietal izquierdo. La sangre corría fuera del cráneo de Eutimio como mosto derramándose del tonel y Vicente, al apreciar el espectáculo de sus esfuerzos con la botella materializarse en la cabeza de su amigo, le besó la frente en admiración por el sacrificio, y se empapó de su sangre derramada, y festejó su propia orgía sobre la orgía de su amigo.
Me quedé sentado, absorto en el desconcierto del Timi luego de su lobotomía, que buscaba el corcho en la botella de Vicente para tapar su gollete y quitárselo de encima. ¡Yo no soy ninguna botella, imbécil!, le decía mientras intentaba refugiarse en el abrigo de su sombra, sin escapatoria. Luego de las patadas y puñetazos que Eutimio lanzaba a todas partes, Vicente acabó por agradecerle tan exquisito banquete pero que por la integridad de su amistad, era preferible descartar la idea de una cita doble.