septiembre 19, 2004

del Libro de reclamos


¿Qué?
¿Soy un mal amante acaso?

Ya no me honras con tus esporádicas visitas y, en cambio, me humillas,
me encelas con tus paseos a la luz del día,
en bibliotecas y bares y,
en todo lugar donde cuelgan ideas
—huellas de tus memorias—
y retazos de tu padre, puta huérfana;
por eso te amo tanto y te busco te procuro,
pero no te quiero ver sólo en autores erectos a tus dádivas y humedades.

No tengo, amada golfa,
el diezmo, tu tributo de metales y rosas de cultivo.
Pero amo la tierra de que brota este atribulado, deseoso pretendiente.

Y ¡tú!, coqueta ramera inalcanzable,
no me dignas siquiera a vivir, por un instante,
tu hermosura y regocijo,
tus humedades etéreas y palpitantes,
tu espectáculo de vibraciones y luces y
tu eternidad y omnisciencia;
dame, oh! amada poesía, por instantes la divinidad la pureza de tus dádivas,
tus temores y defectos;
confiésame, asombrosa guarra,
tus inquietudes y certezas,
tus desamores, idilios y promesas,
tus errores tus aciertos,
tus alegrías y tus llantos,
¡y tus virtudes! Hay!, tus virtudes:
son aquellas tantas como las vidas todas,
como las curvas del eterno espiral siempre ascendente.
Sin embargo, te invito cada noche
a salir a soñar conmigo y pasear
de tus cielos oníricos a mis infiernos del tiempo-espacio,
a ayunar conmigo hasta el café y cigarro,
y transitar los pasos de un día impreciso y espontáneo,
sin más rutina que contemplar la obra de tu padre, huérfana mía,
tan colosal y perfecta,
incluso por el hombre, ese iluso-inconsciente motor de la entropía,
eslabón perdido en las fórmulas de ese alquimista transmutado,
que es tu padre y en paz descansa;
soy su más pobre admirador.

Por eso sólo poseo mis manos
para arrancar alguna flor del jardín de un desconocido,
poseo mis sentidos
bastante ensangrentados ya por cortar rosas al paso;
el resto, es sólo un contenedor de deseos incumplidos y añoranzas y paciencia,
tribulaciones y memorias y nadismos que el verbo no puede nombrar.

No tengo más que esto que no tiene nombre.

Y tú me arrojas y me olvidas,
y a veces te acuerdas y a veces me visitas caprichosa a besarme,
pero nada. De tus humedades, nada.
Y ahí me dejas, puta antojadiza,
con el respiro de vida a boca de pulmón; y te vas,
a pasear de la mano con el cliente de turno.
¡Guarra perpetua!
Yo sólo te pido nadar en tus humedades,
ser el depósito de tus humores, de tu éter.
Mientras, me tienes con charcos como botones de muestra,
con versos sueltos como citas inconclusas,
gritos y murmullos como impuntualidades;
me tienes en el fondo de tu agenda interminable...

¿Cuándo, carajo, cuándo
vendrás a ayunar conmigo?